Dentro de los cánones de la ortodoxia espiritual y psicológica, se nos habla de que es necesario establecer unos parámetros bien definidos entre lo que es dolor y lo que es sufrimiento. Entendiendo que el dolor es algo inevitable y el sufrimiento es algo opcional. Como si fuese posible, con un disciplinado trabajo personal, conseguir que sonara la alarma del móvil cuando nos pasamos de la raya, y en vez de ser algo lógico y permitido como es el dolor, esta alarma sonara cuando ha pasado a ser algo patético como es el sufrimiento. Y si no es así, ¡alerta máxima! ¡Lo estás haciendo muy mal! Estás a punto de perder el título en tu master en desarrollo personal.
El tres de espadas invertido me dice que importa una mier… los límites que se establezcan entre dolor y sufrimiento. Siguiendo con mis recuerdos de Granada, me viene mucho a la mente una escena de sufrimiento en en la que yo estaba llorando intensamente en mi cuarto. No fue un momento cualquiera porque ese instante representa un quiebre en mi vida, hubo un punto de no retorno, hubo un tocar fondo, no sé, llámese como se quiera. Lo importante de ese instante es lo que pasó ahí, cuando lo estaba viviendo. Tengo la sensación de que, pese a tener tintes autodestructivos, también se establecieron ahí unos fundamentos sagrados que justificaban que ese momento era necesario, y todos lo momentos previos que me encaminaron a él. Como si esos instantes contuvieran el propósito de vida, como si esos instantes albergaran la chispa de la vida. Con esto no estoy diciendo, por supuesto, que haya que fomentarlos; sabemos que nos es necesario porque estos llegan y se introducen en el cotidiano con mucha soltura. De lo que hablo es que cuando se produzcan les demos cobijo. Lo que sugiero es sacralizar ese cuerpo, ese tiempo y ese espacio que lo contiene. ¡Honrarlos vaya! Amarlos en definitiva, como amamos la risa y la alegría. Acoger esto otro que también soy y atender a lo que quieren mostrarnos, porque en definitiva para eso se crearon.